EL DRAMA DE LOS ACUMULADORES COMPULSIVOS

Los acumuladores, el síndrome de Diógenes

 
Se llama el síndrome de Diógenes y consiste en acumular y acumular chécheres en la casa y en el alma hasta quedar sepultados por una vida llena de vacíos emocionales.
¿No es mejor viajar más ligeros?
Diógenes de Sinope, un loco sabio, nacido en el año 413 a. C., desterrado de su propio pueblo, se transformó con el tiempo en uno de los pilares de la corriente filosófica de “los cínicos”. Vivía en un barril, rodeado de sus perros callejeros, su aspecto de vagabundo y su estilo burlón. Su lengua puntilluda, sus sarcasmos y su ser transgresor y confrontador, lo hicieron merecedor del sobrenombre de “Sócrates enloquecido”. No tenía nada, no defendía nada, era libre hasta de sus propias ideas.
En 1975 los investigadores Clark y Manikar bautizaron al Síndrome de Acumulación Compulsiva (SAC) con el nombre del maestro cínico: síndrome de Diógenes. Esto tal vez haciendo referencia a la imagen de Diógenes como mendigo o por él estar rodeado de perros. O tal vez en contraposición a todo lo que representó Diógenes: libertad y desapego. Por el contrario, las personas que padecen el síndrome de Diógenes acumulan cientos de cosas, de recuerdos y de basura, hasta llegar a la patología.
Acumuladores compulsivos
Muchas personas han hecho de su vida un viejo museo de relaciones muertas, de historias acabadas, de amores inconclusos y de vínculos rotos, de adioses no dichos o no oídos, de distancias infinitas con los hijos, los hermanos, los padres y hasta con los familiares fallecidos. Por desplazamiento psicológico, trasladan todo su sentir emocional, sus vínculos disueltos, sus vacíos y su envejecer en soledad, a animales desprotegidos y vagabundos, a cosas y objetos sin valor en sí mismos, pero con un valor emocional asociado a vacíos existenciales.
Quienes sufren el síndrome de Diógenes recrean con animales y objetos un vínculo enfermizo de apego. Así, una vieja tetera recuerda la relación con mamá; un sombrero inservible puede significar el padre; un gato adoptado, un hijo lejano; y los cientos de cachivaches y objetos sin valor, su historia, huellas de sus relaciones, testigos de su vida y una larga necrografía de cómo fueron muriendo los lazos afectivos, las esperanzas, las redes de apoyo.
Para llenar la soledad y sus vacíos, se atiborran de objetos hasta quedar totalmente lapidados. Lo que afuera se llama basura, para la persona con síndrome de acumulación compulsiva tiene un profundo y sentido valor psicológico que sirve de paliativo a su dolorosa soledad.
¿Cuántas cosas necesita una persona para ser feliz?
Sócrates, al salir de un mercado, suspiró aliviado: “Cuántas cosas hay que no necesito”. El síndrome de hippies viejos, de hundimiento social o pobreza imaginaria, como también se le conoce al síndrome de Diógenes, va convirtiendo a los que lo padecen en personas aisladas que transforman sus hogares en siniestros museos de cosas inútiles. Las personas que sufren de este síndrome no pueden desprenderse de ningún objeto, aunque sea inservible, y muchas veces viven tapados por toda clase de cosas que atesoran, sumergidos en el caos. Todo puede tener utilidad algún día: una vieja cuchara desechable, una bolsa de plástico, cupones de rebajas, un par de puntillas oxidadas, carteras viejas y manuales de electrodomésticos que ya no sirven, comida vencida, latas, botellas vacías, cabitos de velas, ropa que ya ni siquiera le queda… gorritos de fiesta, bolígrafos gastados, calendarios de años atrás, tarjetas y volantes de plomeros y abogados y cosas aún sin desempacar. Un cauchito azul, un CD rallado, palitos de helados, zapatos rotos, cajas de cartón de electrodomésticos, vasos desechables usados y miles de cosas que atiborran el lugar de vivienda hasta hacerlo invivible.
Basura emocional y psicológica
Dentro de nosotros también sufrimos del síndrome de Diógenes. Acumulamos relaciones que ya terminaron, historias que ya nadie escucha y duelos que se atiborran en nuestra psique. Desde afuera, nos vemos como personas hundidas en nuestra propia historia, contando el mismo chiste de siempre, sangrando por las mismas heridas y huyendo de los conocidísimos miedos de siempre. El conflicto básico angustiante se da cuando el acumulador compulsivo se encuentra con la dificultad para tomar decisiones: ¿Lo nuevo o lo viejo? Y aparece la polaridad entre tirar lo que ya se usó y no nutre, o guardar los recuerdos y las esperanzas por si en un mañana el viento cambia, como la loca de San Blas, como el coronel que no tiene quien le escriba. Crean una dinámica angustiante de división interior que termina siendo ganada por la rutina, la zona cómoda, por el conservador interior que escoge de nuevo lo que implique menos riesgo –el apego y la acumulación– y da la espalda a nuevas relaciones, a correr el riesgo de enamorarse, de amanecer con un trauma integrado y una coartada menos de ser infeliz, de tener ganas de vivir y de ser en sí mismo la libertad. Como quien dice, escoge guardar, acumular y borrarse dentro de sí mismo.
Como decía Heráclito, “todo fluye y cambia, todo se mueve y permanece estático”. Lo enfermizo no es la cantidad de cosas o emociones guardadas, es la actitud de aferrarse a las cosas, las ideas y las emociones; la manía de construir cárceles de pensamiento, guiones de vida escritos desde el dolor y el apego y no desde la vida misma con todo su significado y plenitud. Lo enfermizo es vivir siempre desde el lado gris y carente, desconociendo la bondad fundamental que hay en la vida misma.
Fluir y cambiar es ir con la vida, es asumir el peregrinaje sin retorno hacia lo esencial, hacia eso que, parafraseando a Osho, más que un problema, es un misterio digno de descubrir, un ejercicio pleno de entrega.
Todo permanece estático: anclados en la verdad, en lo esencial e inmutable, el ejercicio de vaciarnos a cada instante nos permite vivir el presente. No hay huella sobre huella, cada experiencia es nueva, así como quien experimenta ya ha cambiado. Dejar ir, soltar, desapegarse, es entonces la antítesis del síndrome de Diógenes; es enamorarse a diario de la misma persona, redescubrir los hijos cada mañana y el valor de las relaciones. No es cambiar el paisaje, es cambiar la mirada y asombrarse cada día, en cada encuentro con cada cosa que pasa y dejar ir… sólo eso. Con razón decía Diógenes: “Rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita”.

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